
“Del Abruzzo a la Pampa Húmeda” es la opera prima de la autora Laura Maistrello. Presentado en Granadero Baigorria el pasado 13 de este mes, es un libro que describe – según anuncia en su portada – «un viaje emocionante a través de la historia familiar de Renato D’Alessandro». Este hombre es uno de los tantos inmigrantes que, en número inabarcable ya, llegaron a Argentina y forjaron su destino en estas tierras.
«El libro era un sueño mío. Me expreso bastante bien pero me cuesta hacerlo en palabras escritas. Quise que quedara plasmada la vida de tantas personas que vinimos desde afuera y que hicimos sacrificios para llegar a algo«, dice el protagonista de tal historia. «El libro es todo agradecimiento», agrega.
«Mezcla de valentía y desesperación»: ¿Quién es Renato D’Alessandro?
Nació hace 78 años en Ari, una localidad que hoy tiene sólo 1065 habitantes y que está en la provincia de Chieti, en la región de Abruzzo; a 9 km de Chieti capital, «una distancia que mis padres recorrían a pie», cuenta. Nieto de un abuelo materno que tenía sueños premonitorios («Llegará el día en que los carros anden sin caballos», le anticipó a su hija, la mamá de Renato) y que, ¡oh, sorpresa!, usaba aritos ya en el siglo 19 («Las modas se repiten», asegura nuestro protagonista, sonriendo), Renato asevera que es italiano por accidente. «Italia es mi madre biológica y Argentina, mi adoptiva, pero ésta me dio todo y aquella, en cambio, me abandonó. Quiero a Argentina dos millones de veces más que a Italia», define, con marcada convicción.
Cuando Renato tenía sólo dos años y medio de vida, sus padres tomaron la decisión «mezcla de valentía y desesperación» de mudar a la familia a Argentina, escapando de las privaciones de la posguerra, que dejó tierra arrasada en Ari y alrededores. «La Segunda Guerra Mundial fue la peor catástrofe de la historia. En Chieti estaba la Ciudad Abierta, a la cual no se podía atacar y en donde la gente se hacinaba en los refugios, Fuera de eso, había un frente de batalla que denominaban ‘El aguante’, que duró 1 año y 4 meses y del cual nada quedó», ilustra.
«Vinimos en un barco mitad carguero y mitad de pasajeros donde sólo comíamos papas, que se rompía a cada rato y que después de dejarnos, el 10 de octubre del ’49, en Buenos Aires, se hundió en alta mar, en el viaje de regreso. Esa fue una de las veces que me salvé de morir», relata D’Alessandro, con voz firme y pausada. Otra de las veces fue cuando tras la guerra y antes de venir, contrajo cólera. «Aún hoy, con los adelantos de la medicina, el 65% de los menores de 5 años mueren. Imaginate…», dice, con un suspiro.
San Lorenzo, la tierra donde todo floreció
«Por entonces, para poder venir, alguien tenía que llamarte desde este país. Un hermano de mi papá vivía en San Lorenzo, nos llamó y llegamos acá el 12 de octubre, dos días después de bajar del barco. Mis padres no sabían el idioma y no tenían casa ni trabajo». Fue el comienzo de una infancia «muy dura. Nuestra primera casa estaba en barrio Las Quintas. Cerca había una despensa, donde me daban unas cebollitas que yo comía crudas. Mi madre criaba gallinas y cuando alguna ponía un huevo, ella lo agarraba, le hacía un agujero y me lo daba para que yo sorbiera», recuerda, con calma.
«En la escuela me decían ‘Gringo muerto de hambre’ y hoy lo entiendo: sentían que los estaba invadiendo», asevera quien está casado hace 52 años y es padre de tres hijos de 51, 47 y 42 años, respectivamente, y que empezó a trabajar a sus 11, ayudando en la carpintería paterna. «Es que había que sobrevivir. Aún conservo un mueble que fabriqué a esa edad», simplifica. Con los años, se recibió de Técnico Mecánico y cursó dos años de Ingeniería Mecánica. «Pero no me alcanzaba la plata y, además, trabajaba todo el día», explica. No obstante, más tarde aplicó ese conocimiento a la carpintería, con lo que logró que el negocio familiar ampliara su perfil y llegara a ser proveedor de todas las grandes industrias de la zona.
«Estás en tu casa»: El regreso a Ari
«¿Qué buscás, viejo amigo? Después de tantos años, ¿a qué venís. con sueños que albergaste. bajo cielos ajenos. muy lejos de tu tierra?» (Yorgos Seferis)
Cuando Renato tenía 19 años le llegó la citación al servicio militar obligatorio y se entusiasmó: «Mamá, me voy a Italia a hacer el servicio militar», le dijo. Pero su vieja lo sacó carpiendo: «Nos fuimos de allá por la guerra, ¿y vas a ir a hacer el servicio militar? ¡No!». Entonces, quedó comprometido, por ley, a que si regresaba a su país hasta con 36 años debería hacer la colimba allá.
«Durante 30 años el contacto con mis familiares de Italia era una carta que mandaba mi mamá cada 30 días y la correspondiente respuesta, nada más. Hasta que vino un primo mío que era sacerdote franciscano y con el cual pareció que nos habíamos visto todos los días. Él me dijo: ‘Tenés que ir a Italia; te obligo a ir, porque hay que rearmar la familia’. Hasta ese momento, Italia era, para mí, … nada», admite sin vacilar.
El recuerdo de su primer viaje a su pueblo natal emociona una y otra vez a Renato. «Fui con 37 años, por lo del servicio militar. Volví a ver mi casa de la infancia, de piedras apiladas, toda agujereada por los cañonazos de la guerra». Sin pudor, confiesa: «Estuve 45 días y lloré tanto por ver mis raíces, mi casa, que creyeron que me daría un infarto. Es más: al llegar, me di cuenta al salir del aeropuerto de que no habían sellado mi pasaporte. Quise reclamar pero mi primo sacerdote dijo: ‘Claro; si entraste a tu casa. ¡Tu casa!’. Qué bárbaro… Pese a que me fui hace tanto tiempo, sigue siendo mi casa…», reflexiona.
De la carpintería a la náutica, pasando por los autos
Renato fue conductor de vehículos de una cochería fúnebre y de autos de carrera. «Corría con un Fiat 850. El automovilismo me enloquece, hasta hoy». Hasta ejerció el periodismo deportivo redactando crónicas automovilísticas «en Vocero, el primer periódico de San Lorenzo». El amor por el deporte motor no disminuyó pero debió hacerle espacio a otro: la náutica, actividad que lo tiene ocupado hasta hoy, en que comanda su negocio ubicado en Santiago del Estero 540.
«Llegué a las lanchas por el doctor Ghio, a quien mi papá conocía porque hacía reparación y mantenimiento de sus lanchas. El río y las lanchas se transformaron en otra pasión. Como buen italiano, me gustan los autos deportivos, la buena comida, la música y las mujeres. ¡Y la mafia!«, exclama, y ante la sorpresa de este cronista, ríe y argumenta: «Y bueno: ¡no todas pueden ser buenas!».
«Qué gran patria es ésta»
«Renegar del pasado es renegar del presente y del futuro. De Italia conservo una caja de herramientas que trajo mi papá y tres tapas de ollas – que uso siempre – que mi abuelo fabricó con partes de un avión caído durante la guerra». También conserva un cuchillo de un militar alemán de la Segunda Guerra, que merece el apartado que está al final de esta nota.
«Converso a diario con una prima segunda mía, Cecilia, para mantener el contacto y el idioma», anoticia el señor D’Alessandro, quien además de todo lo contado, es autor de un estudio del significado de 460 apellidos italianos y que en algún momento será libro también. Y vuelve a recordar: «Una vez, por carta, mi mamá le dijo a su papá, quien quedó en Italia, que quisiera ser pájaro para en vuelo sin escalas volver a su país. Pero en una de las últimas visitas allá, cuando la invitaron a quedarse a vivir, respondió: ‘A Argentina no la cambio por nada; allí tengo todo’. Qué gran patria es ésta, que puede hacer cambiar así de idea…«, destaca.
«Lo más importante fue la escuela»
«Lo más importante que me dio Argentina fue la escuela. Papá y mamá me enseñaron a ser trabajador, honesto, cumplidor; las condiciones básicas para tener para ser una persona correcta. La escuela me enseñó a trabajar, un oficio; a vivir, en definitiva», sentencia Renato, mientras se incorpora de la silla que ocupó durante la entrevista, que empieza así a tocar a su fin. Además, debe regresar al trabajo, porque sigue laburando, como le enseñaron, aún con 78 años.
«Vengo temprano, abro el negocio, voy a mi casa a almorzar y a dormir una hora, y vuelvo. Manejo el montacargas; atiendo al chatarrero;, acomodo. Lo más difícil es, para mí, estar sin hacer nada», resume, mientras con cordialidad acompaña al cronista hasta la vereda, donde la conversación proseguirá. Pero esa es otra parte de este encuentro…
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Para una película: La historia del cuchillo del militar alemán
«Lo tengo en un cuadro. Mi mamá lo usó durante veinte, treinta años. La hoja está deformada de tanto afilarla», menciona el protagonista.
«Mis padres y mi hermana estaban refugiados en la Ciudad Abierta y se arriesgaron a ir a donde se combatía para intentar cazar un jabalí, porque tenían mucha hambre. Lo lograron. Pero los alemanes divisaron el fuego que hicieron para cocinarlo; les robaron la comida y les dijeron que fueran a guarecerse a una casa blanca que se veía a lo lejos. Tristes, hambrientos, embarrados, con días y días sin poder bañarse, empezaron a caminar hacia ese sitio. Hasta que un jeep con otros alemanes les cortó el paso».
Renato mira a través del ventanal amplio del lugar donde conversa con Cordón Plus y sigue: «Un oficial joven, muy bien vestido, con ropa limpia, les preguntó a dónde iban. Ante la respuesta, se alarmó: ‘No vayan a esa casa. Allá hay soldados nuestros, borrachos, esperando la batalla de mañana, porque acá habrá un ataque muy grande. Si van allá, los van a matar’. Mis padres y mi hermana no sabían qué hacer. El oficial sacó una foto de entre sus ropas: ‘Estos son mi esposa y mis hijos. Hago esto con ustedes como prenda ante Dios, con la esperanza de encontrar viva a mi familia cuando la guerra termine. Además, ustedes son como yo; no me hicieron nada. ¿Por qué los mataría?'».
A continuación, el militar invitó a subir a la familia de Renato al jeep y los llevó hasta un establo: «Allí les dio salame, chocolate y pan. En plena guerra, encontrar eso en un establo era como conseguir hoy caviar en un kiosco. Mi papá le pidió algo con lo que cortar la comida y el alemán le dio su cuchillo. Luego les advirtió: ‘Coman, descansen, pero antes del amanecer, váyanse; regresen a la ciudad, porque si no, los van a matar en la batalla’. Y se fue».
«En la ciudad, mi abuelo le pidió a la Madonna della Grazia (Virgen de la Gracia), de la que era muy devoto, que se le apareciera en sueños (recordar que tenía sueños premonitorios) y le dijera qué había pasado con mis padres y mi hermana. Y supo que estaban bien», completa Renato. «Y años después, cuando regresé a mi pueblo por primera vez, llegué cuando era la fecha de celebración de esa Virgen. Yo no lo sabía cuando saqué el pasaje…», agrega.
Por último, D’Alessandro cuenta que «de esta historia se hicieron muchas interpretaciones. Un amigo que es muy católico está seguro de que fue un ángel enviado por Dios para salvar a mi familia: ‘¿No te das cuenta? Estaba vestido impecablemente en zona de guerra y en medio del barro, después de que otros alemanes les quitaran la comida y pretendieran mandarlos a morir’. Yo no sé, pero sí sé que la historia fue real y que ese oficial le salvó la vida a mi familia. Si él no hubiera aparecido, yo no habría nacido…«.